Escucho el segundero del reloj, inquisidor, casi demoniaco. Por más que todavía la noche no ha llegado a todos los rincones de la ciudad recuerdo que hace unas horas recosté mi cabeza en la deforme almohada e intenté descansar. Pero hay algo que no me deja. Algo que podría definir como ansiedad.
Salí a fumar ese último cigarro que estuve evitando toda la noche y a probar si un poco de anís con gotas de pisco podría devolverme el sueño. Pero nada. Todo indica que esta noche la ansiedad terminó por anidarse en mi cuerpo y no piensa salir hasta nuevo aviso.
Cuando niña, solía ocurrirme lo mismo pero en menor intensidad aquellas veces en que tenía un paseo escolar o las pocas ocasiones en que mi familia decidía emprender un viaje. Expectante a lo que me tocaría vivir al amanecer, me costaba montones entregarme a los brazos de Morfeo. Pero nunca tanto como hoy.
Ni cuando tuve que tomar un avión, ni cuando tenía un primer día de trabajo. Nunca había sentido tanta ansiedad acumulada. Y la siento fuerte, en mi pecho, en el estómago, hasta en todas mis cortas extremidades.
Estoy ansiosa y sé que la enfermedad me durará por lo menos hasta el lunes que se aproxima.
¿Por qué nuestro organismo resulta ser tan débil ante tanta emoción acumulada? Por más que lo que venga no sea nada negativo, de igual forma el cuerpo reacciona frente a diversos estímulos. No me vendría mal poder saltarme la línea de tiempo y despertar en el tan esperado lunes 11 de enero. Aunque sé que no cuento con un De Lorean y que lo único que me queda es hacer tripas corazón y aceptar esta ansiedad como los previos de un buen brindis, un buen brindis de bienvenida.
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