11 jun 2013

A ese monstruo que llaman paraninfo...


Los escucho y los observo con detenimiento. Claro, cuando puedo, porque mi intención no es nunca que lo noten. Cada vez que logro escuchar a lo lejos sus conversaciones, río internamente... porque los envidio, los envidio sanamente y sin el menor ápice de ira contenida.

La verdad es que no quiero volver a esa edad, a pesar de que reconozco que una de las mejores etapas de la vida es aquella en la que todavía dependes de tus padres pero estudias lo que quieres y con cierta libertad. La Universidad es la institución donde mayor libertad se tiene, de pensar, de creer, de mantener tus convicciones; estoy convencida de ello así algunos de mis alumnos se sientan, hasta cierto punto, encasillados.

Escucho como ríen, las bromas que se hacen y hasta los planes de fin de semana. El interés y el ahínco con el que se cuentan las últimas nuevas de sus relaciones personales, cuando sus problemas juveniles son realmente sencillos. Todavía están lejos de la presión de ser despedidos, de las vallas personas que como profesional enfrentas a diario y de las responsabilidades que como adulto recaen sobre tus hombros.

Debo reconocer que vivo muy cansada y a un ritmo más que acelerado. Tengo siempre el reloj a cuestas; sin embargo, cada vez que ingreso a clase cambia mi día. Ellos me refrescan la mente, me ponen a prueba y despiertan más mis ansias de saber más, de engullir conocimientos. Y al final del día, cuando me quedan cinco o seis horas para dormir, les agradezco en secreto. Dictar una cátedra no es fácil, y como todas las situaciones complicadas, es gratificante saber que lo disfrutas. Yo disfruto hasta el éxtasis mental esas aulas en las que un día me hice periodista y en las que hoy tengo el placer de decirle a los alumnos que el camino es largo, pero que las sorpresas son muchas y que como la docencia, apaciguan el alma.