Aquella mañana de Semana Santa desperté imaginando mi figura atenta encima de mi caballo en una de mis clases personales de equitación. Sería un medio día de sábado tranquilo en el que probablemente terminaría llena de pelos, con las piernas adoloridas pero tranquila y feliz.
"Hoy te tengo una sorpresa", dijo mi novio antes de llegar a recogerme. ¿Cuál sorpresa? pregunté demostrando mi ilusión y poca paciencia. Ante mi insistencia, terminó revelando la sorpresa en el auto: "vamos a hacer tiro".
Me emocioné mucho. Le había estado diciendo que quería pasar por esa experiencia alguna vez en mi vida; a lo que él, haciendo uso de sus amplios recursos en el tema, tenía todo preparado para colocar una pistola cargada en mis manos y darme una vez más en el gusto.
Llegamos al cuartel y fuimos directo al polígono de tiro, un rectángulo dividido por carriles que me trajeron a la mente la pista de carreras de las olimpiadas de mi colegio. La diferencia era que los carriles que tenía frente a mí medían 20 metros de largo y la meta no era más que una pila de arena y neumáticos aplastados que amortizarían mis miedosos disparos.
Observaba a mi novio que sin el menor temor cargaba una de las pistolas como si estuviese limpiando un par de zapatos. Mi cerebro empezaba a captar todo como parte de un largo sueño en el que las imágenes son bastante borrosas. ¿Tenía miedo?. Sí, tenía mucho miedo; no a que algunos de los presentes salgamos lastimados, sino a algo desconocido, una dimensión sobre la cual la vida puede desaparecer en segundo a causa de un aparato que pronto estaría en mis manos.
"¿Estás lista?," me preguntó con el rostro apacible pero con cierta confusión en la voz. Puso el arma en mis manos y dijo: "Respira, toma aire y mientras vas exhalando poco a poco vas presionando el gatillo, la técnica es que el disparo te tome desprevenida."
¡¿¿¿Desprevenida????!, ¡Estás loco???!!!, pensaba yo, ¡lo último que quiero es estar desprevenida!
Las manos me sudaban y las advertencias llegaban a mis oídos como dulces ultimátum. "No vayas a soltar la pistola cuando dispares," decía él.
Empecé la cuenta regresiva. Respiré hondo como pocas veces hago, metí el dedo en el gatillo y mientras soltaba el aire que cada vez se tornaba más pesado fui presionando el gatillo con fuerza pero lentamente. En menos de un segundo, como por arte de magia y de la manera más inesperada un BOOOM azotó mis oídos.
Sentí que el tiempo se detuvo y lo único que podría escuchar era el pito ensordecedor, estrago del sonido del disparo. Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii
Ese segundo se volvió eterno. ¿Que pasó? ¿He matado a alguien?, pensaba.
"Muy bien amor, diste en el blanco." Su frase me hizo despertar del trance en el que me había sumergido. Lo último que estuve pensando fue en darle al blanco. Luego, un sentimiento de tristeza invadió mi ser y lo primero que atiné a pensar fue que jamás podría matar a alguien. El arma que tenía en mis manos no era de juguete y de haber habido alguien sobre el cuadrado negro que me servía de blanco, ahora estaría completamente sin vida.
Pensé en mi tía. Frecuento con cierta regularidad al hermano menor de mi mamá, el único familiar que me queda en este territorio. Él había manifestado repetidas veces que le gustaría tener un arma como protección. A lo que su esposa se negaba rotundamente. Ella tiene miedo de sus hijos, de lo que pueda pasar con un arma dentro de casa, de la reacción de su esposo cuando se vea en la disyuntiva de usar la pistola. Yo no soy esposa y tampoco madre, pero la entendí. Aquello que hice me pareció tan peligroso que mis manos pasaron del sudor a la tembladera.
Volví a disparar, inclusive llegúé a ponerle las municiones al arma yo sola y así se pasó gran parte de la mañana. La impresión inicial fue disipándose y con el pasar de los minutos me tranquilicé. Pero la sensación del primer disparo es difícil de olvidar.