Soñamos que el cielo entero arropa nuestros días con aquella luz brillante que sorprende al amanecer, y cuando lo hacemos sabemos que esos sueños no siempre lograrán concretarse. ¿Qué hacer para poder palpar aquellas ideas?
Dejar de soñar es imposible. La utopía, con mayor o menor grado de realidad, acompaña a las personas en cada paso, en cada obstáculo, en cada oportunidad. Quien menos, al encontrar un trabajo o una pareja nueva, empieza a ilusionarse respecto a las consecuencias que dicha situación puede traerle a su vida. Esas predicciones que creemos tener sobre el efecto que los acontecimientos pueden crear en nosotros son los sueños.
El golpe de agua helada ocurre cuando la esperanza de la perfección y el bienestar es opacada por la cruda verdad: las cosas no salieron como las imaginamos. El decepcionado subconsciente, creador de las mejores vivencias, llora al ver destrozado su trabajo. La capacidad de razonar del ser humano se torna lógica y nos reprende por creer que aquello que tanto deseábamos e inclusive, imaginábamos dando por hecho, no necesariamente sería real.
Miramos el pasado y deseamos haber sido incrédulos. “No volveré a construir mis días en sueños,” sentenciamos. Sin embargo, el hombre no vive sin soñar, porque soñando es como se alienta a dar un paso más.
Entonces... ¿Qué hacer con los sueños? ¿Alimentarlos? ¿Desecharlos por completo hasta quedar sin fuerzas propias? No. La respuesta es inconclusa hasta para quien formula este pensamiento; aunque el que sea confusa no me permite desarrollar una posible solución: Los sueños son creadores de chispas en el alma que entusiasman el corazón llenándolo de buenos augurios pero no deben manejar la mente ni deben adentrarnos en un estado de esquizofrenia por el cual vivimos en los sueños y no por los sueños.
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