He dejado de contar los velorios que he
presenciado. Hasta hace algunos años me negaba a pararme frente a un ataud.
“Hasta que les toque a mis abuelos” – solía decir.
El primer encuentro con ese ambiente tenso y
lleno de ausencia fue cuando la hermana de mi abuelo falleció y mi madre me
pidió encarecidamente que acompañe a su padre. A pesar de que había visto pocas
veces a mi tía abuela, sentí un dolor inmenso por ser la primera vez que veía
lágrimas brotar de los ojos color cielo de mi abuelo.
Varios años después, yo misma vestí de negro
cuando falleció la mamá de mi papá. Nunca en mi vida había preparado tanto café
y mucho menos había sentido que alguien a quien había visto toda mi vida y cuyas
arrugas generaban mi devoción, se perdía en un hoyo negro detrás de un pedazo
de cemento.
Pero hasta ahí puedo contar. Porque desde que
recorro la calles de esta ciudad con un micrófono en mano he presenciado los
velorios más desgarradores que pueda imaginar. Muertes injustas y crueles de
niños, mujeres y adultos; actores y cantantes reconocidos pero también gente
que sobrevive con ínfimos recursos, gente a la que la muerte no solo le arranca
el corazón sino también dinero que les es imposible recaudar. Estos son los
peores velorios a los que he ido.
En los conos, cuya imagen se me presenta llena
de tierra o arena, los funerales son siempre más tristes que en ningún otro
lugar del planeta. Nada tiene que ver el color negro con la muerte pues casi
todos los asistentes, inclusive los familiares del difunto visten de cualquier
color. He llegado a ver un entierro en el que los padres y la hermana de una
joven que contó su vida en televisión estaban enteramente de blanco.
Hoy estuve en el velorio de dos pequeñas de 9
y 11 años, cuyos ataúdes descansaban al lado del responsable de sus muertes: su
padre. Este desalmado sujeto envenenó a sus hijas, sangre de su sangre, y luego
se suicidó. Lo peor era que los cuerpos estaban en la casa donde respiraron por
útima vez, la casa de la familia del asesino.
Imagínense esta escena. Una mujer mirando los
féretros de sus hijas y al lado, el de su ex pareja. Este sujeto las mató y lo
peor es que su familia hoy vela a todos juntos como si nada hubiera pasado.
Llega el cura para oficiar un responso. “En la tierra no estamos para juzgar, es
Dios quien otorga el perdón divino y por eso oremos, amigos, para que este
hombre obtenga el perdón de Dios”, dice el cura.
La pobre mujer, empleada del hogar, llora. Me
cuenta que no tenía otro lugar donde velar a América y Angélica. Me dice que
ellas adoraban ver un reality de otro canal y que se aprendían las
coreografías. Que no sabe porqué su es pareja, a quien dejó hace 2 años, las
mató sin piedad. Era un buen padre pero un mal marido. Intentó atentar contra
su vida en dos ocasiones antes de cometer esta desgracia. Yo, no sé qué
decirle.
Dicen los viejos lobos del periodismo que poco
a poco se te quita la pena y la sensibilidad. Yo, claro está, les creo a
medias. Sí debo aceptar que pregunto con descaro, que intento hacer que esta
pobre mujer se pierda en llanto. Pero eso no significa que no me sienta fatal y
que la muerte, sobretodo la más pura, chocante y violenta muerte, no despierte
en mí dudas, pesadumbres y desconsuelos.
Aquí les dejo la nota sobre este cruel asesinato, aunque no es de mi autoría
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