Hoy regresé a un cementerio y aunque no fui a ver a nadie
que haya querido en vida, salí con lágrimas en los ojos. Fui al camposanto
Santa Rosa a acompañar a los deudos de los policías asesinados en el Baguazo hace tres años. Jóvenes preparados para pelear por su patria, para defender el
orden social, para acatar órdenes a favor de nuestro país.
Sus madres o esposas consideran a estos hombres héroes y
temen que sean olvidados. Colocan flores en sus tumbas que, en comparación con
otras, indican que ellos cayeron en acción de armas. La única diferencia con
cualquier otra persona que ha perdido a un ser querido es que estas mujeres sin
consuelo, estos padres, hermanos e hijos con rostros desconsolados no saben
exactamente qué les pasó a estos policías. De pronto un día salieron a trabajar
y no regresaron más, sin explicación de su institución, sin explicación del
gobierno, sin explicación de nadie.
Es increíble que todavía no se hayan esclarecido los hechos
ocurridos el 5 de junio de 2009 en la curva del diablo y en la estación 6. Es
casi inaudito que por más fotografías que existan sobre las supuestas últimas
horas de vida del mayor Felipe Bazán, no se hayan interrogado ni identificado a
los más de 27 nativos que aparecen en la toma, los únicos que podrían conocer
el paradero de los restos de este policía desaparecido. Hoy escuché con
atención las declaraciones de sus hijas, que esperan que algún día al abrir la
puerta de su hogar encuentren a su padre, o por lo menos logren conocer lo que
le pasó.
Debo confesar que en estos días de periodismo callejero no
es la primera vez que veo familias sufrir por la muerte de alguien. Hay
ocasiones en las que me choca más que en otras, como en este caso, en el que
estamos hablando de víctimas de una profesión que sería reconocida como noble
si las autoridades asumieran su responsabilidad y si diéramos el reconocimiento
debido a los que sí actúan de buena fe, a quienes no temen perder su vida por
salvar de nosotros, los demás ciudadanos.
Hoy no me dio vergüenza derramar lágrimas por la matanza de
Bagua, me dio miedo el tan solo pensar que me puedo volver inmune a este tipo
de situaciones. Siento que el día que deje de indignarme por muertes como
estas, habré perdido por completo mi corazón y no creo que de eso se trata el
trabajo del periodista.
Quedará impregnada en mi mente la voz de uno de los
suboficiales PNP grabada en el celular de su madre y recordaré siempre las
frases de la oración que escribió antes de viajar al operativo: “Dios mío, no
tengo miedo de morir si es que voy a entregar mi vida por mi país”.