Ella creía que lo encontraría en el aeropuerto de su país, en un retorno llamativo, en un regreso que implica un nuevo comienzo. Ella conversaba siempre con él y a pesar de la mala cara de la computadora, símbolo de lejanía, intentaba sonreír. Ella pensaba que volvería a narrarle tantas experiencias, a hacer un recuento diario de un viaje que nunca imaginó una vez que llegase a casa y pudiera salir de ella sosteniendo su mano.
Aquel día de julio, ella tomó un avión convencida de que pasarían cinco meses para volver a oler su piel, a acaramelarse en su lado. Nunca se atrevió a pedirle nada, estaba dispuesta a esperar aunque las horas se hicieran pesadas, se convirtieran en una carga, se tornaran lacra.
Él confiesa que lo supo desde el primer instante en que ella partió. Tenía que verla. Abrazarla. Oír su voz en vivo y en directo. Jugar con sus manos. Rozarle el rostro. Él pensaba ocultárselo. Dejar que todo fuera sorpresa. Pero ellos no se ocultan planes. Todo se dijo. En pocos días se verían. Volverían a ser los mismos. Quizá más enamorados. Quizá más compaginados. Porque la distancia no siempre es enemiga. Porque mamá tenía razón. Porque era una prueba. Y tenían que superarla.
Hoy están a pocas horas de posar sus miradas directamente, una sobre la otra. Y aunque dicen que cuando se tiene ansiedad los minutos son más austeros, ahora todo fluye con rapidez. Es el destino que complota a su favor, que quiere verlos sonreir.