Hoy salí del nuevo trabajo tranquila. Estaba camino a casa cuando un mensaje de texto retumbó en mi celular y en mi cabeza. “Abuelo ingresado por EPOC, me quedo con el hoy”, escribió mi mamá desde un continente remoto. Es la segunda vez que lo internan por eso: Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica, pero la primera en la que lo atienden lejos de su tierra.
No estoy segura qué edad tiene mi abuelo, pero definitivamente bordea los 80. Desde que tengo uso de razón fuma como chimenea, vicio que con los años ha pintado del color del filtro algunos de sus gruesos dedos. César Blanco tiene una mirada fuerte pero dulce, sus ojos color cielo siempre me llamaron la atención. “Mis hijos tendrán tus ojos”- le decía yo – “porque yo llevo tu gen recesivo.”
Mis primeros contactos con él no son como los de los niños normales con sus cariñosos abuelos. Recuerdo que mi mamá siempre me pedía que le robara un cigarro al abuelo. Yo ingresaba a su cuarto con cierto recelo, abría la mesa de noche y con sepulcral silencio cogía un Winston rojo entre mis pequeños dedos. Cuando estaba saliendo, él me detenía indicándome que olvidaba llevarme el encendedor. Siempre me pedía que le presentara a Mónica y Almendra, las conductoras de Nubeluz que según él eran mis amigas. En ocasiones, compartía conmigo su afición por las películas de terror, como años atrás lo había hecho con su hija menor. Así, yo era una de las pocas niñas que veía Chuky impulsada por su abuelo.
Recuerdo también la primera vez que me vio fumando. “¿Tú también fumas?,” me preguntó, a lo que asentí con la cabeza sin decir nada, “Ay carajo”, respondió él con aquella frase que lo caracteriza. Años después sería él quien me pediría cigarros a escondidas porque el neumólogo le había prohibido continuar con tan peligrosa actividad que él disfrutaba desde los once. Algunas veces me cantaba un vals de antaño que decía “fumando espero al hombre que yo quiero...”
Mi abuelo siempre fue un hombre de pocas sonrisas y de pocas palabras. Contar su pasado me llevaría largas horas de investigación y concentración, pero a pesar de que luego descubrí el verdadero mal que le aqueja y por el que tiene ese temperamento, siempre he sentido que tengo una conexión especial con él.
Muy pocas veces lo he visto expresar afecto, pero me enorgullece saber que dentro de esas contadas ocasiones, yo fui una de las pocas víctimas de sus caricias mezquinas. La única que lo apachurraba sin miedo y con sinceridad era mi mamá, aunque él respondía con el mismo rostro inmutable, se notaba otro brillo en sus ojos, en esos lindos ojos que algún día se llevará consigo. Su cariño hacia ella es especial e inexplicable y como la ve mucho en mí, nunca sentí forzadas aquellas pasadas de mano por mi cabeza ni aquellas muestras de afecto cuando me veía llorar.
A pesar de que ya no estoy fumando como antes, este cigarrillo lo disfruto porque él ya no lo puede hacer, porque está echado en una fría cama de hospital en un frío país. Porque espero algún día poder visitarlo para compartir un vino y unos quesos, para practicar mis arranques de cosmetóloga y hacerle una limpieza facial y para poder reírme otra vez de sus punzantes comentarios mientras disfruto del cielo que lleva en la mirada.
No estoy segura qué edad tiene mi abuelo, pero definitivamente bordea los 80. Desde que tengo uso de razón fuma como chimenea, vicio que con los años ha pintado del color del filtro algunos de sus gruesos dedos. César Blanco tiene una mirada fuerte pero dulce, sus ojos color cielo siempre me llamaron la atención. “Mis hijos tendrán tus ojos”- le decía yo – “porque yo llevo tu gen recesivo.”
Mis primeros contactos con él no son como los de los niños normales con sus cariñosos abuelos. Recuerdo que mi mamá siempre me pedía que le robara un cigarro al abuelo. Yo ingresaba a su cuarto con cierto recelo, abría la mesa de noche y con sepulcral silencio cogía un Winston rojo entre mis pequeños dedos. Cuando estaba saliendo, él me detenía indicándome que olvidaba llevarme el encendedor. Siempre me pedía que le presentara a Mónica y Almendra, las conductoras de Nubeluz que según él eran mis amigas. En ocasiones, compartía conmigo su afición por las películas de terror, como años atrás lo había hecho con su hija menor. Así, yo era una de las pocas niñas que veía Chuky impulsada por su abuelo.
Recuerdo también la primera vez que me vio fumando. “¿Tú también fumas?,” me preguntó, a lo que asentí con la cabeza sin decir nada, “Ay carajo”, respondió él con aquella frase que lo caracteriza. Años después sería él quien me pediría cigarros a escondidas porque el neumólogo le había prohibido continuar con tan peligrosa actividad que él disfrutaba desde los once. Algunas veces me cantaba un vals de antaño que decía “fumando espero al hombre que yo quiero...”
Mi abuelo siempre fue un hombre de pocas sonrisas y de pocas palabras. Contar su pasado me llevaría largas horas de investigación y concentración, pero a pesar de que luego descubrí el verdadero mal que le aqueja y por el que tiene ese temperamento, siempre he sentido que tengo una conexión especial con él.
Muy pocas veces lo he visto expresar afecto, pero me enorgullece saber que dentro de esas contadas ocasiones, yo fui una de las pocas víctimas de sus caricias mezquinas. La única que lo apachurraba sin miedo y con sinceridad era mi mamá, aunque él respondía con el mismo rostro inmutable, se notaba otro brillo en sus ojos, en esos lindos ojos que algún día se llevará consigo. Su cariño hacia ella es especial e inexplicable y como la ve mucho en mí, nunca sentí forzadas aquellas pasadas de mano por mi cabeza ni aquellas muestras de afecto cuando me veía llorar.
A pesar de que ya no estoy fumando como antes, este cigarrillo lo disfruto porque él ya no lo puede hacer, porque está echado en una fría cama de hospital en un frío país. Porque espero algún día poder visitarlo para compartir un vino y unos quesos, para practicar mis arranques de cosmetóloga y hacerle una limpieza facial y para poder reírme otra vez de sus punzantes comentarios mientras disfruto del cielo que lleva en la mirada.
Gracias abuelo, por la insania que nunca demostraste frente a mí y por ser una de las pocas personas en mi familia que no me ha hecho llorar.